domingo, 22 de junio de 2014

LA VERDAD Y LA MENTIRA



Hoy quiero dedicar estas líneas a una gran maestra de la palabra, a una tejedora de cuentos como le gusta llamarse.

Ana García Castellano García.

 

Era el ya lejano 2005 cuando tuve ocasión de disfrutar de sus cuentos; se desarrollaban en Granada las Jornadas de Pastoral Educativa en las que participaba mi esposa, y asistí a alguna de sus ponencias.

La de Ana no puedo afirmar que fuera una “ponencia” al uso, me cautivó su “ridiculum” y me enamoré de sus historias.

Para vosotros su pequeño cuento “La Verdad y la Mentira”.


 

 
LA VERDAD Y LA MENTIRA

Pues dicen que al principio de los tiempos, Dios acababa de crearlo todo. Sí, el mundo estaba así, recién estrenado. Todo nuevo, sin usar. Y daba gusto verlo, pues todas las cosas de la Creación se mostraban tal como son, en su esencia más primigenia. Cada una de ellas aparecía pura, sin un ápice de corrupción o deterioro. Aún se desconocía la contaminación de cualquier tipo (el chapapote era ciencia ficción), y todo era luminoso y limpio, pues, como decía, las cosas se mostraban en su más prístina apariencia. Es decir, tal como son en realidad. Por ejemplo: la Mentira. ¿Cómo iba la Mentira? Siempre iba revestida de galas, tules, gasas y sedas; brocados, recamados y pedrerías. Las manos, llenas de anillos, y le recorrían los brazos desde la muñeca hasta el sobaquillo, brazaletes de oro y plata (todo malo, por supuesto -falso, como ella-, de baratija, pero que daba el pego, naturalmente). Pendientes de filigrana y perlas en sus orejas, collares de oro colgaban de su cuello, y en el cabello lucía corales y piedras refulgentes (bisutería barata).
 
Sin embargo, la Verdad, ¿cómo iba la Verdad? Pues... tal como es ella: desnuda. En pelotilla picada.

Era tan pura la Verdad, que miraba el mundo recién creado con sus ojos transparentes, y lo veía tan hermoso, tan lleno de luz, que sentía unas ganas enormes de contarle a la gente tanta belleza. Movida por ese deseo, entraba en pueblos, aldeas y ciudades, a contar a la gente cuanto había contemplado. Pero, ya se sabe: la gente, a menudo, es un poco rara. Cuando veían llegar a la Verdad así, toda desnuda, en cuero vivo, se ponían fuera de sí, y la perseguían, increpándola: ¡Anda, guarraaaaa! ¡Fuera de aquí, sinvergüenza! ¡Pendón desorejao! ¡Vamos, mujer, que tendrás madre! Y cosas peores, que no se pueden mencionar en una ponencia seria como es ésta. Apedreada, perseguida, humillada, la Verdad salía espantada de aquellos lugares, sin entender, en su inocencia, por qué la expulsaban lejos de su lado. Presa, entonces, de una turbación extrema, entregábase al llanto y a la desolación, en las laderas del camino.

— ¿Por qué? -se preguntaba sobrecogida-, ¿por qué me echan de su lado? ¿Qué clase de monstruo soy, qué aborto de la Naturaleza, que sólo mi contemplación produce repulsa...?
 
Y con ésta y otras desoladoras reflexiones, la pobre se cogía unas depresiones exógenas, que no levantaba cabeza... La verdad es que daba lástima la Verdad.

Hasta que un día, en que hallábase la Verdad entregada a estas perturbadoras cavilaciones que ya conocemos (¿qué monstruo, qué engendro...?), acertó a pasar por allí la Mentira, que al ver a la Verdad en aquella penosa situación le preguntó:
 
 -  Pero, colega, vale, ¿qué te passa?
 
 -  ¿Qué qué me pasa? -rompió en sollozos la Verdad-, Dímelo tú. Dime qué clase de monstruo, de aborto soy, que sólo con mirarme produzco repugnancia.

-  ¿Monstruo, aborto...? -la Mentira caviló perpleja unos instantes- Jo, qué marrón te estás comiendo tú, colegui, ¿no? Tú, ni monstruo ni ná...

La Verdad la escuchaba en silencio.

-   Tú, lo que tienes -dijo la Mentira observando de arriba abajo a la Verdad- es un problema de imagen que te cagas.
 
-  ¿De verdad? -se reiteró la Verdad.
 
-  Psss... lo que yo te diga... ¿tú me dejas que yo te asesore?
 
-  A... asesórame —alzó los hombros la Verdad, sorbiéndose los mocos.

La Mentira, entonces, se quitó unos tules y se los colocó como pudo, con imperdibles, a la Verdad. Luego la observó: —Mmmm... la verdad —dijo la Mentira—, es que tienes un careto... A ver, una rayita en el ojo... Un poco de colorete...
 
Al fin, la miró con delectación:
 
- ¡Ajajá! Ahora sí. Ahora sí que puedes ir a la gente...
 
- ¿Tú crees? -preguntó, dudosa, la Verdad.
 
- Sí. Ahora ya verás, tú entra en los pueblos y di lo que quieras. Ya verás como ahora sí que te escuchan.
 
Partió la Verdad, vacilante. Al verla alejarse, la Mentira la llamó:
 
- ¡Eh! Espera, espera un momento... Verás. Como te he dicho, ahora puedes largar cuanto quieras, que te van a hacer caso... Pero si alguien te pregunta cómo te llamas... Si alguien te pregunta cómo te llamas, ni se te ocurra decirles que te llamas Verdad... -la Mentira caviló unos instantes-. Si alguien te pregunta cómo te llamas, les dirás que te llamas... les dirás que te llamas... ¡FÁBULA!
 
Y así fue cómo desde entonces, la Verdad aprendió que, para poder acercarse hasta nosotros, para que realmente nos atreviéramos a contemplar lo que ella nos muestra, sólo puede hacerlo así, disfrazada, revestida, bajo las galas de Fábula.
 

 
Tomado de: El Imaginario educativo: arraigados en el Espíritu – Jornadas de Pastoral Educativa 2005. Madrid: Ediciones San Pio X, 2005.

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