martes, 14 de octubre de 2014

El Compadre Felipe


Hoy, 14 de octubre de 2014, se cumple el 513 aniversario de la erección de la Parroquia de San Andrés de Granada. Parroquia que a sus muchos méritos añade la de haber tenido como padrino de un bautizo a un rey de España. Como  a la historia publicada no creo deba añadir algo más,  os la traslado.

Quienes conocemos al párroco actual podemos afirmar que poco tiene que ver con el de la historia.
Paz y santa Alegría,
Javier
 

 

EL COMPADRE DEL TORNERO

(Tradición de Granada)

Por Luis López Ballesteros

 
Reinaba a la sazón en España la católica majestad del señor rey don Felipe II. El césar Carlos V, su augusto padre, encerraba a los pontífices en el castillo de Santangelo, y su piadoso heredero daba carne humana a las hogueras en tanto que rezaba por el alma los atormentados.

El nombre y los hechos del sombrío Austria "llenan muchas páginas de la historia; pero en esa leyenda popular, transmitida de padres a hijos, ha dejado también un recuerdo, negro como la ropilla que vestía, y un buen número de tradiciones que atestiguan el respeto, mejor dicho, el miedo que inspiraba.

¿Quien no recuerda el caso aquel ocurrido a uno de sus secretarios, que confundió la salvadera con el tintero y en presencia del regio amo emborronó el papel en que escribió? ¿Quién no tiene en la memoria algún pasaje de los muchos que andan en boca del vulgo, corregidos y aumentados por la fecunda vena del pueblo? El que voy a relatar ocurrió en Granada.

Y fue así:

Aunque apenas habían repicado el toque de animas en la torre de la catedral, soplaba de tal manera el cierzo de Sierra Nevada y era tan mortecina y triste la luz del crepúsculo, que las tortuosas callejas granadinas estaban desiertas. Digo, pues, que los buenos vecinos de la antigua corte de los Nazaritas no daban señales de vida, y que la ronda que velaba por su tranquilidad con la vara de la ley en la mano, no topó, aquel obscurecer pálido y frío, más que con la densa neblina, y a Io más, a lo más, con algún rondador enamorado que, de pechos en el moruno ajimez, daba gracias a la obscuridad y a su buena suerte.

Por una de las calles más estrechas y solitarias cruzaban dos hidalgos, y aunque el traje los igualaba, conocíase por el respetuoso ademán de uno de ellos que el otro picaba más alto en alcurnia y en señorío. Caminaban los dos en silencio, cuando de pronto, al doblar un ángulo de la calleja, sonaron voces y gemidos que parecían salir como del fondo de una tumba, y ambos se detuvieron delante de una casa de miserable aspecto.

Uno de los hidalgos exclamó:

           No parecen muy satisfechos los habitantes de esta casa, maese Pérez.

           No, en verdad, señor, a juzgar por sus voces y su lloriqueo.

Llegó éste a tal punto, que d hidalgo volvió a exclamar:

           Por mi vida, que algo grave ocurre a esa pobre gente. Subid, maese Pérez, y ved lo que pasa para tal desconsuelo, que no parece sino que se trata de su salvación eterna.

Maese Pérez obedeció la orden. Subió, empujó una puertecilla, y a la luz moribunda de un menguado candil columbró una estancia mezquina y apiñados en ella una mujer, joven aún, una vieja que estrechaba en sus brazos a una criatura y un hombre que, como agazapado en un rincón, miraba hoscamente al suelo.

Maese Pérez abarcó de una mirada el cuadro, murmuró un “Dios os guarde" y preguntó:

           ¿Podéis decirme a qué vienen tales lamentos? Cruzaba por la calle y subí al oírlos, por eso os interrogo.

Tranquilizada con estas razones la anciana contestó:

           Sepa vuestra merced, señor hidalgo, que a mi hija, que está aquí presente para serviros, le nació ayer un hijo de legitimo matrimonio, y aunque es ella, y somos todos, si pobres y miserables, cristianos viejos y buenos servidores del rey nuestro señor, el cura de San Andrés — que es nuestro párroco — se niega a bautizar a la inocente criatura porque no tenemos en el arca ni un solo maravedí ni de dónde nos venga para pagarle sus gajes y saldar los derechos de pila. Mire vuestra merced si tiene causa justa nuestro quebranto y si no clama a Dios tamaña crueldad y avaricia.

Maese Pérez oyó las sencillas razones de la vieja, y cuando hubo concluido dirigióse a la madre del niño y preguntóle:

           ¿Es cierto lo que dice esta anciana, buena mujer? Que cuidéis os digo — prosiguió — de decir la verdad; porque, en Dios y en mi ánima que si lo fuere lo apuntado, merece el reverendo padre perder, por bellaco, las dos orejas. Hablad, pues, con tiento.

           Señor, lo que mi madre os dijo no es sino el evangelio, y eso mismo os repetirá todo el barrio si preguntado fuere.

Echóse a llorar la joven, y el hidalgo que tan a conciencia llevaba su inquisitoria, preguntó al marido:

           Y vos, ¿qué decís a todo esto?

           Digo y aun juro por la Santísima Virgen de las Angustias, contestó bruscamente el tornero — tal era su oficio — que ha de vérselas conmigo el grandísimo sinvergüenza que por un puñado de negros y maldecidos ochavos morunos, le regatea hasta la salvación eterna a nuestro hijo.

Terminado el interrogatorio, maese Pérez paseó su mirada escudriñadora por la mísera estancia y miró con ternura al niño dormido sobre el regazo de la abuela. Aquel hombre de rostro serio y facciones duras parecía conmovido. Iba ya a sacar unas cuantas doblas de la bien repleta bolsa, cuando de pronto, haciendo un gesto irónico casi imperceptible, “esperad" — dijo a la familia del tornero; y ya fuera de la habitación, añadió en voz baja y sombría: — “Demos ocasión a la vanidad de los poderosos; a “él” debe corresponderá toda la “gloria" de esta acción.

El embozado le esperaba con impaciencia, y apenas apareció en el hueco del portal la negra silueta de su acompañante, le interrogó brevemente:

           Veamos, maese Pérez, ¿sabéis ya lo que ocurre?

           Señor, la injusticia más grande que he visto en mi vida; un sacerdote que se niega a cristianar a una infeliz criatura porque los padres no tienen para el bautizo.

           ¿Y ésos que lloraban?...

           Son la madre y la abuela, señor; el padre, que es un infeliz tornero, está también arriba jurando por la Virgen de las Angustias que ha de pagárselas el reverendo padre.

           Cosa grave es entregarse a la desesperación, maese Pérez. Pero vamos en su auxilio, que así Dios me salve si éste no es un caso de conciencia.

El embozado dió un paso hacia el portal.

           Señor, ¿vais a subir por esa sucia y angosta escalera?

           Callad, maese Pérez, más angosta es la de la vida y la subimos todos. ¡Feliz el que halla a Dios al pisar el último peldaño!

Maese Pérez se inclinó respetuosamente.

Poco después, la familia del menestral contemplaba con ojos asombrados al misterioso hidalgo... El cual bajó por primera vez el embozo de su capilla, y a la escasa luz del candil pudieron columbrar un rostro sombrío, como encajado en el marco de una barba rojiza y puntiaguda. Amplia gorguera de finísimo encaje ceñía el cuello del caballero y sobre la negra ropa que cubría su busto relucía una maciza cadenilla de oro.

           ¿Es éste el niño? — preguntó a la abuela que mecía en sus brazos a la inocente criatura.

           Este es, señor, — respondió la anciana mirando con embeleso a su nietecito.

El de la barba roja clavó en él la mirada, y al fin, con acento reposado y solemne, exclamó:

           Pues alegraos, buena mujer.

Y luego, dirigiéndose a la madre, a quien el respeto había hecho enmudecer:

           Yo seré, - añadió — el padrino de vuestro hijo. Llevadlo mañana a la casa de Dios y allí me encontraréis.

Dejó sobre la mesa una bolsa de oro, y antes de que la sorpresa cediera su puesto a la gratitud, se dirigió hacia la puertecilla, y posando una mirada severa en el tornero, murmuró con acento glacial:

           La Virgen de las Angustias os ha oído; cuidad de aquí en adelante de no jurar venganzas en su santo nombre.

Salieron, y ya en la desierta y lóbrega calleja se oyó una voz grave que preguntaba:

           ¿Sabéis quién es el cura, maese Pérez?

           Sí tal, señor; el cura de San Andrés.

           Pues no lo olvidéis — dijo.

E inclinando la cabeza sobre el pecho, guardó silencio.

A la mañana siguiente, maese Pérez entraba en la iglesia de San Andrés.

           ¿Sois vos el cura párroco?

           Yo lo soy, por la bondad de Dios — contestó el interpelado.

           Mucha será la suya, buen padre.

           ¿Lo decís por la que a mi me otorga? — exclamó amostazado el sacerdote, que había cazado al vuelo la réplica.

Maese Pérez no contestó.

           Tomad — le dijo — estos escudos y revestid de sus mejores ornamentos este santo templo. A la hora del “Ángelus” bautizaréis a un niño. Cuidad de cumplir mis órdenes y preparadlo todo, porque os importa mucho.

Hizo una reverencia y salió.

Poco antes de sonar en la torre de la catedral las doce campanadas del mediodía, la familia del tornero llegó a la iglesia. Llevaba la madre el niño en sus brazos, y por todo cortejo la abuela vistiendo juboncillo y falda de estameña, y el padre con trusa dominguera, limpio calzón y borceguí de cuero, mercado todo aquel mismo con los doblones del hidalgo.

."—Mucho tendremos que esperar — dijo la anciana contemplando la iglesia adornada lujosamente, — parece que hoy repican gordo.

Acertó a cruzar por allí el codicioso párroco, “Con gesto más avinagrado que de costumbre quizá porque recordaba la picante alusión de maese Pérez a la infinita bondad de Dios — se encaró con los importunos gritándoles sin Pizca de caridad:

           ¿Otra vez aquí? Ya os he dicho que en San Andrés no se bautiza de balde... ¡Con que largo!

           Y yo os afirmo lo contrario, reverendo padre — murmuró a su espalda una voz.

Y mientras el cura buscaba, sorprendido y colérico, a aquel que le contradecía tan terminantemente, el tornero, su mujer y la anciana reconocían al hidalgo de la ropilla negra, la barba rojiza y puntiaguda y el mirar sombrío...

           ¡El desconocido! — exclamaron los tres.

           El padrino, queréis decir. Os lo prometí, y yo nunca falto a mi palabra. Ya lo oís, padre; yo apadrino a esta criatura. Estas galas que resisten los muros son para él; con que así, apresurad la ceremonia.

El niño recibió, por fin, sobre su inocente cabeza aquella agua bautismal tan regateada Por la codicia del párroco.

Quedaba por cumplir el trámite de la inscripción en el registro parroquial, y el párroco de San Andrés, colérico y mohíno, interrogó bruscamente:

           ¿Vuestro nombre?

           Me llamo Gil Pérez, señor — respondió el tornero.

           ¿Y vos?

           María de las Angustias...

           Bien. Ahora el padrino... ¿Os llamáis?. ..

El hidalgo contestó:

           Me llamo Felipe.

           Felipe ¿de qué?

           Felipe — volvió a repetir secamente el interpelado.

El cura añadió con ira:

           ¿Tal es vuestro apellido que os pesa el declararlo?

El desconocido se puso en pie violentamente, y una ola de sangre enrojeció sus marmóreas facciones. Después, más pálido que un muerto, pero con profunda y siniestra calma, dijo con voz solemne y señalando al libro parroquial:

           Señor cura, poned ahí... Felipe II de Austria, rey católico de España y de sus Indias.

El párroco de San Andrés abrió desmesuradamente los ojos, su cuerpo se sacudió bruscamente, quiso, hablar y cayó muerto.

En el folio correspondiente a la partida bautismal del hijo del tornero, que se conserva aún en la parroquia de San Andrés de Granada, hay un borrón sobre el nombre del padrino y sigue luego la inscripción de letra distinta, perteneciente al teniente cura que terminó el acto.

Así fue un humilde menestral el "compadre" del rey más poderoso de la tierra.

El que en este relato ha figurado con el nombre de maese Pérez, no era sino Antonio Pérez, el célebre secretario de Felipe II.

 
López Ballesteros, L. Caras y Caretas, Buenos Aires (Argentina). Mayo de 1935.